domingo, 4 de diciembre de 2011

Reseña 2: "Throw Down the Sword" de Wishbone Ash. Entre la espada y las guitarras gemelas


Durante meses, dos jóvenes habían vagado por los muelles del puerto de Torquay, en el condado de Devon. El vendaval del suroeste inglés levantó gotas frías del Canal de la Mancha y el Mar Celta para desatolondrarlos un poco. Pero Martin Turner, un brillante compositor y bajista de 22 años siguió deambulando errante en compañía de su amigo Steve Upton, un taciturno baterista galés. Necesitaban algo. No sabían bien qué era. Corría 1969. John estaba recién casado con Yoko y Charles Manson acababa de pintar la leyenda ‘Helter Skelter’ en el departamento de Roman Polanski. Por la tele pasaban El show de la Pantera Rosa, que era de las mejores opciones. Monty Python todavía no estaba al aire. Una noche, quizá al calor de la sidra fuerte de Scrumpy y ya cansado de leer las cuitas detectivescas de su coterránea Agatha Christie, Martin Turner llamó a Upton. Necesitaban un guitarrista. O dos. ¿O dos?.

Colocaron un anuncio en el famoso Melody Maker, un semanario londinense dedicado a la música. La búsqueda fue exhaustiva. La férrea inclinación al progresivo de Turner, sumado al estilo poco ortodoxo de Upton, truncaba la comunión con los guitarristas que acudían al llamado. Llegó el otoño. Un musical basado en el Oliver Twist de Dickens había arrasado en los premios de la Academia y Neil Armstrong ya había pisado la luna. Y cuando encontraron eso que tanto buscaban, hubo que afrontar un pequeño enigma: no sólo tenían un candidato ideal, sino dos. Ahí estaban Andy Powell y Ted Turner, dos tipos de 19 años que le sacaban chispas a las cuerdas. A Martin Turner, quien estaba a punto de convertirse en el líder de una de las bandas de progresivo más entrañables del género, se le ocurrió pedirles que tocaran juntos… a ver qué tal sonaba. El resultado: Wishbone Ash, banda pionera en el uso del formato ‘guitarras gemelas’, que más tarde sería motor de monstruos como Iron Maiden o Thin Lizzy. Ese mismo resultado incluiría años después a la dupla Powell-Turner en la lista de los mejores 20 guitarristas del mundo según Rolling Stone.  

Desde el Reino Unido, madriguera del género por excelencia, Wishbone Ash se abrió cancha por el mundo como una finísima banda de rock progresivo armada con un potente tanque de hard rock. Es en su tercer álbum donde aparece “Throw Down the Sword”, la elocuente epopeya sónica a la que hoy toca revisitar. La rola forma parte del Argus, placa considerada la quintaesencia de la agrupación británica. El mítico sello discográfico Decca parió al Argus en la primavera de 1972. Por aquel entonces El padrino de Coppola le quitaba lo eclesiástico al beso en la mano y las tribulaciones de Lennon en Nueva York tenían que ver con senadores republicanos. 

El Argus congregó en sus filas a un personal de alto calibre. Derek Lawrence, el productor, era un veterano de las cabinas que poblaron Deep Purple y Jethro Tull, mientras que la ingeniería corrió a cargo de Martin Birch, un tipo experto en templar cables para Fleetwood Mac, Black Sabbath y Blue Öyster Cult… por decir algo. El lineup de Wishbone Ash eran Turner, Powell, Turner II y Upton, que ya para esas alturas hacía las de “coronel disciplinario” de la banda. Para ejecutar el órgano en “Throw Down the Sword” se llamó a John Tout, tecladista de Renaissance, otro pelotón ‘progre’ de alto voltaje que hacía de la suyas en ese turbulento Londres de principios de los setenta. El producto final fue un denso álbum de siete tracks prosaicos que, en promedio, duran seis minutos y doce segundos. (“Time Was”, el primer capítulo, es un paraje sonoro de nueve minutos y 42 segundos).

“Throw Down the Sword”, el episodio cuatro del lado B de Argus es una endecha progresiva con guiños de folk que forma parte de ese compendio de Wishbone Ash que los hizo convertirse en punto de referencia de la revolucionaria dimensión twin guitars. En la introducción, las doce cuerdas que suman Powell y Turner II navegan adyacentes rozándose la estela, detrás, la solemnidad y el enjambre metálico de la batería de Upton le proporciona tonos de marcha a la obra. El verso de Martin Turner es de esos breves que dan patadas. Ahí afirma que hubo tiempos en que se paró a la puerta de la Muerte, buscando una respuesta. La parte final es un festín donde las guitarras gemelas de los dos chicos maravilla coquetean entre sí y hasta serpentean en canon con el venenoso chillido de la Gibson Flying V que blande Powell. El bajo Thunderbird de Turner es un lujo que marca precisas y catrinas pautas. Así transcurre el punto final de un álbum filosísimo que tiene como imagen de portada a un soldado de capa color vino tinto, con yelmo y lanza, que observa las colinas donde quizá normandos e ingleses se batieron a muerte. Con espadas.



El cíclope

“[…] Yo mismo le vi devorar sus sangrientos miembros,
vi palpitar entre sus dientes las carnes tibias todavía”
Aqueménides a Eneas
Virgilio, Eneida

Aqueménides (o el soldado olvidado)

Su alma deambula en Catania, ebria de vinos rojos, no negros.
Y aunque la guarida del gigante despida podredumbres,
él se baña y se refresca en el Mediterráneo.

A veces lo escucha mascullar conjuros para Ulises
y maldiciones contra Acis.
Pero Aqueménides, el eterno soldado olvidado,
sorbe el jugo de las bayas,
tan cerca y tan lejos de la mirada volcánica de Polifemo, el cíclope.  

El Etna exhala azufre. Pero la brisa que rocía al puerto siciliano es buena,
y el vino más.
Aqueménides, náufrago a voluntad,
le canta a los cuernos de la luna.

El líquido y las hebras roídas de la cereza se pasean por la barba de Aqueménides.
No piensa en Ulises y su ligera distracción.
Tampoco en Eneas y la página que alguien se robó
–con el perdón.

Algunas veces el mar se agita y la cama de arena del náufrago tiembla.
Sueña con ese gigante antropófago de un solo ojo en la frente.
El que arranca entrañas de un tajo y las esparce por las rocas.
El que fulmina con alientos de pedacería humana,
con sangre y vinos negros.

Se levanta sobrecogido, pero va y se acurruca en el hombro de los dioses.

Luego lo regresan a su sitio y lo arropan con olivos.
Porque ahí está bien.
Cambió la armadura por unas telas
que sostiene con espinas de pescado.
La barba cubre su piel y, si algo comparte con Polifemo, es lo que Ovidio escribió:
“Dime, Galatea: ¿por qué prefieres a un jovenzuelo débil y lampiño?.

Ahora Aqueménides vigila la prisión del cíclope.
Ya no suenan cráneos que estallan en el suelo.
Ya no chorrean sesos.
Sólo algunas noches tristes y de poca luna
se escuchan los quejidos del gigante.
Se abre paso por el agua con su bastón de pino
y se limpia la herida de su ojo flamígero.
Sus dientes rechinan de dolor.

De lejos, Aqueménides lo observa y le tiembla el corazón.
A veces es asombro.
A veces conmiseración.

Mientras tanto el Etna duerme en silencio y, cuando palpita,
el náufrago sabe que Galatea -y sus caderas- están cerca.


martes, 5 de abril de 2011

Reseña: "Outshined" de Soundgarden. Historia gringa, cabrones bien hechos y grunge


Fue hace veinte años cuando las cloacas de Soundgarden despidieron esa línea de lodo tibio y sustancioso que se llama “Outshined”. El latido pulmonar de Chris Cornell reptó por cinco minutos y once segundos en ese himno del grunge al que vale la pena volver a prestarle tímpano. Este escupitajo sónico proviene de las entrañas del nido gronchero por antonomasia: Seattle. Ahí en la punta occidental de septentrión gringo, cueva del tendón eléctrico de Hendrix, el génesis de los noventa parió a esa iracunda hidra que se devaneaba con arcadas de punk y heavy metal. Las cabezas de la quejumbrosa bestia tenían nombres como Nirvana, Pearl Jam, Alice in Chains. O Soundgarden.

La banda de Cornell nació en un Seattle que hervía con los cadáveres de una guarida de apuestas del Chinatown y los cuadrangulares de un primera base novato que sembró de astillas el antiguo Kingdome de los Mariners. Mientras la agrupación se daba a conocer en los bares del puerto, Ronald Reagan bromeaba en una cabina de radio frente a un micrófono que creyó cerrado: “comenzaremos a bombardear a los rusos en cinco minutos”… “señor presidente, está usted al aire”. Allá afuera, el panorama era trepidante. Cyndi Lauper se levantaba las enaguas y la Madonna “virgen”, vestida de novia, derramaba lascivia en el Radio City Music Hall de Nueva York. En el cine chorreaba ectoplasma de cazafantasmas y las navajas de Freddy Krueger empezaban a rasgar las tapias de Elm Street. Sting y la policía vigilaban cada respiro, Kevin Bacon pateaba el aire en Footloose y el cabello de Michael Jackson ardía flamígero en la filmación de un comercial de Pepsi.

Siete años después, Soundgarden ya grababa bajo el sello A&M en estudios californianos. Seattle olía a espíritu adolescente y la generación X derrochaba cinismo. El lineup era Cornell, Thayil, Cameron y Shepherd. En octubre de 1991 salió el Badmotorfinger, patria de vinilo de “Outshined”. La patada sonora de estos cuatro, grito prosaico que habla de los altibajos espirituales (o estomacales), invadió las bocinas de un país que observaba el bañador rojo de David Hasselhoff en Baywatch y segregaba sacarosa marca Bolton con “When a Man Loves a Woman”. Se trataba de un álbum con más neurona que cerveza y condones. El videoclip del sencillo “Jesus Christ Pose” fue vetado en MTV. Se le acusó de verter contenido anticristiano en sus imágenes estroboscópicas de esqueletos crucificados. Mientras tanto, las tropas de Bush senior barrían las arenas iraquíes. El Nevermind de Nirvana y el Ten de Pearl Jam distrajeron al auditorio y Soundgarden se fue de gira con Guns N’ Roses. El disco se fusionó en una sola placa tripartita con sus coterráneos. Así firmaron la quintaesencia del movimiento. El guitarro Kim Thayil se llegó a referir al Badmotorfinger como “el White Album del metal”.

Hay que escuchar “Outshined”. Los latigazos vocales de un eclipsado Chris Cornell trepan por cuerdas calibradas a puños en Re. Los filosos riffs de Thayil despuntan con el falsete de Cornell: los alaridos de un cabrón bien hecho que nació bajo el signo de cáncer una noche calurosa de junio del 64, con las primeras cruces de lumbre del Ku Klux Klan y los quejidos vietnamitas. Toca exhumar el esqueleto trémulo de este fragmento vertebral del Badmotorfinger que todavía arde con su enojo, su pólvora y su antiglamour.

I'm feeling that I'm sober, even though I'm drinking. I can't get any lower. Still I feel I'm sinking. So now you know who gets mystified. Show me the power, child. I'd like to say that I'm down on my knees today. It gives me the butterflies, gives me away till I'm up on my feet again. I'm feeling outshined.  



  

miércoles, 30 de marzo de 2011

México y Venezuela: Apuntes sobre la California, unos vinos o los “claveles de pasión”



El último boceto se dibujó en la punta sur californiana. Las ecuaciones para diseñar al colectivo verde que defenderá la Copa Oro se trazaron en San Diego con la humedad del Pacífico y el fulgor de la West Coast gringa. En el terruño de la antigua misión de San Diego de Alcalá, las capuchas franciscanas dejaron de desfilar hace ya rato. Hoy se cobra en dólares y un estadio dedicado a las telecomunicaciones recibe hordas de paisanos. En el cruce de las interestatales 8 y 15, el Qualcomm Stadium se yergue para vigilar Mission Valley. Alrededor se mueve una masa poblacional cuyo 30 por ciento está dedicado al mosaico hispano. Cuando juega México, esas tierras de la Alta California se vuelven a mirar más pa’ acá que pa’ allá.

La cepa resistente
A diferencia de sus colegas subcontinentales, Venezuela no salió futbolera. La pelota caliente del beisbol y el contoneo de Miss Universo se han encargado de extraerle el oxígeno a los venezolanos. Por eso era de esperarse que el once inicial de El Chepo, sumado al imperiosito y catrín color negro con que Adidas vistió a la selección, fueran suficiente para espantar al rival. Y no. Resultó que la “Vinotinto” sacó una decentita añada. La cepa fue de carácter áspero y más sabia que astringente. Un tal César Farías (que en su casa a veces ni lo reconocen estratega formado en la liga doméstica) supo estudiar los embates mexicanos para neutralizar toda la ponzoña. El primer episodio se trató de golpes, patadas, choques, trancazos. Una onomatopeya al dolor. Destellos: un par de colmillazos de Rafa Márquez y el tobillo triste de Torrado.

Floritura y conjuro
En el segundo capítulo, De la Torre cambió las fórmulas. Vela y De Nigris propondrían una vocación ofensiva más venenosa. Había que romper el cinturón de la zaga bolivariana. Giovani se les coló al delta del Orinoco y, con la saña del mortero, elevó preciso para encontrar la testa de Aldo De Nigris. El ariete del Monterrey se estrenó en selección y las aguas del Maracaibo se aletargaron. Incluso la redención de Guillermo Ochoa iba adquiriendo peso con un par de atajadas cruciales. Contagiado por ese lapso de alegre voltaje, Giovani repartía dribles y florituras por todo el escenario. En su desesperación, el ‘5’ venezolano quiso parar en seco la efervescencia tenochca. Giacomo Di Giorgi bajó a Dos Santos a punta de leña. Ahí se pasmó todo. A pesar de la tarjeta amarilla, el mediocampista del Deportivo Anzoátegui se había salido con la suya.

Alma llanera
La maldición mariche ya había tomado la cancha del Qualcomm. Se manifestó con un plomazo que cimbró el lado este del arco de Ochoa. La bala, que raspó el larguero, provenía de la pierna de Yohandry Orozco, un mulato de 20 años que radica en el Wolfsburg de la Bundesliga, en la Baja Sajonia alemana. A partir de ahí, el centinela del marco mexicano no volvió a ser el mismo. El “Alma llanera” electrizó los pulmones venezolanos y metieron pierna “con claveles de pasión”. El ataque definitivo se hilvanó desde un córner. Pareció como si la superchería amazónica hubiera cosido la mala salida de Ochoa. Un tal Vizcarrondo, con todo y su metro y noventa centímetros, cazó el balón. ‘Salto del Ángel’ y empate. “Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador”.

Conclusiones
En el laboratorio de El Chepo, los ingredientes emiten humaredas y burbujeos. Queda poco por experimentar. Cuando el vapor se extinga, la lista definitiva será visible. Ay, Copa Oro. Aquí nos tocó jugar. 

domingo, 20 de marzo de 2011

La cocatriz


No te alegres tú, Filistea toda,
 por haberse roto la vara que te hería,
porque de la raza de la serpiente nacerá un basilisco,
y su fruto será un dragón volador.
“Oráculo contra Filistea”
Isaías 14, 29


Esa madrugada desmenuzaste a un niño de seis años. Salió por agua a la noria, con más sed que tú. Minutos antes sobrevolabas el río Anton y evadías tu reflejo en la cáscara del agua. Aterrizaste en la aldea de Wherwell. La villa dormía. Desconocían que tú, cocatriz, hija del basilisco y el áspid, iniciabas tus infames rondas nocturnas. Desmembraste carne con pico y garras. Depositaste fuego y veneno en ese niño. Regurgitaste cabellos, huesos y te internaste en el bosque. Ya no volaste lejos, ya eras latente. Tú y tu terror.

Después de tres ataques más: un leñador, una partera y una monja benedictina, se hizo oficial tu maldición. Trascendiste al sermón de la abadía y a las pesadillas infantiles. Toda tú, bípeda, con cabeza de gallo, cuerpo reptil y cola de pico. Asolaste la región.

Unas noches matabas con la boca, con las uñas. Otras, simplemente clavabas la mirada en algún desventurado para que cayera petrificado. Esas estatuas, efigies al pánico, amanecían heladas porque ni siquiera el sol las podía acariciar. Los guardias tenían que caminar con la vista baja y el oído atento: temían encontrar tu mirada asesina, la que hiela la sangre y transforma en piedra.

Cuatro lunas menguaron y se inflamaron. Fueron testigo de tu cosecha de coágulos y piedras. Las historias se esparcieron en muchas hogueras de la vieja Albión y tus crímenes fueron escuchados en el palacio de la reina virgen de Tudor. La caballería tardó un mes y ocho muertos en llegar. Te asustaste y, por tres días, calmaste tu sed con ciervos colorados. Revolvías la sangre con la tierra hasta formar lodo marrón. No podías saber de tu apariencia, de tu reflejo. Sería tu fin.

Alquimistas, soldados y clérigos confabularon contra ti. Te bajaron a punta de mosquete. Tu calabozo esperaba debajo del priorato de Wherwell. Lo tapizaron de espejos, y el respiradero iba a parar a un cajón donde cinco gallos afinaban su canto: tu otra debilidad según los hechiceros.

Con el primer quiquiriquí limaste la piedra con tus garras. Cerraste los ojos con fuerza. Fue el quinto canto el que te hizo abrirlos de dolor. Te esperaba tu último reflejo. Tu quejido final rechinó hasta la última piedra del monasterio y caíste inerte.

Tu cuerpo sigue allí. Hoy, en la punta de la iglesia de San Pedro en Wherwell, una veleta de tu figura se mueve con el frío vendaval de Hampshire. Quien pasa por ahí escucha las historias de ese legendario reptil alado de cabeza de gallo, que aterrorizó la aldea en tiempos de Isabel la primera. Pocos saben que tu cabeza y tus ojos aún funcionan. 


miércoles, 9 de febrero de 2011

Crónica futbolera 1: De Atlanta y los balcanes (México-Bosnia)

Sobre Ray Charles, Bosnia, Lo que el viento se llevó, el exhibicionismo y algo de futbol



Ahí en el sureste gringo, la brisa del río Chattahoochee humedece el flujo humano de Atlanta. La capital de Georgia, “estado imperial” del meridión estadounidense, le prestó topografías a un México contra Bosnia de guión espeso y guiños inesperados.

Georgia y los sesenta
La carga histórica del terruño que le da cimientos al Domo de Georgia se antoja peculiar en su anecdotario. Fue en los albores de los sesenta cuando Ray Charles, oriundo del condado de Albany, emitió un blues de voz escarpada que se llamaba “Georgia on My Mind”. Inspirado en el estado de los duraznos robustos, ese pedazote de canción se institucionalizó veinte años después como himno oficial de Georgia. En 1960, cuando la rola sonaba en los radios, “Ray el genio” ya tenía 23 años sin ver. Mientras se aferraba a su piano para tratar de observar a través de las teclas, el país hacía efervescencia entre la píldora anticonceptiva, los encuentros de Eisenhower con Kruschev, el debate de Kennedy contra Nixon y el primer Playboy Club de Hugh Hefner.

De la bala de Princip al Sarajevo del 95
El seleccionado de Bosnia Herzegovina voló hasta los dominios de los Apalaches y presentó ese semblante áspero que carga un país con un historial empañado de humos beligerantes. Al parecer, cuando los hunos cabalgaron por ese trozo de los Balcanes que hoy es Bosnia, no hicieron más que esparcir ceniza. En el verano de 1914, Gavrilo Princip, un nacionalista serbio de 19 años, perforó el abdomen del archiduque Francisco Fernando con el plomo de una FN modelo 1910 hecha en Bélgica. El heredero del imperio austrohúngaro cayó en Sarajevo y la maldición solidificó. La Gran Guerra había estallado y a los bosnios les faltaban muchas balas por esquivar. Aunque ahora Bosnia es una república democrática con parlamento, la infamia de 1995 no ha secado del todo. Con la masacre de Srebrenica, la unidad paramilitar serbia llamada los Escorpiones, levantó el aguijón para sembrar, colina abajo, a más de 8 mil cadáveres en la tierra seca de Sarajevo.

El Chepo y Clark Gable
Para las dos escuadras, la sustancia del partido yacía en sus perspectivas a corro plazo. Mientras que México inaugura la era de José Manuel De la Torre y centra la mirada en la Copa Oro, Bosnia calienta los músculos rumbo a las eliminatorias de la Euro 2012. Es decir, intereses de confederación: diplomacia pura al estilo FIFA.


Durante el primer latigazo del partido, el césped del Georgia Dome dejó ver a dos equipos ávidos de futbol. Es que el año balompédico ya empezó. Desde el banquillo, la mirada de ‘El Chepo’ ya dejaba en claro que su neurona empezaba a conjeturar con balones, patadas y formaciones. Como cuando Margaret Mitchell, una de las hijas predilectas de Atlanta, se alborotaba el cabello y construía con letras los devaneos de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, De la Torre fruncía el ceño en busca el argumento correcto.


En su prefacio, la novela de José Manuel ya arrojó ciertos párrafos. Unos buenos, otros malos. Giovani Dos Santos aportó una magia que forma parte de su plan de redención. Los dos flancos que recorrieron Édgar Pacheco y Pablo Barrera fueron un efectivo gancho al lector-espectador. Los misiles errados de Salcido fueron una línea que toca pulir.
Para el segundo episodio, El Chepo se inclinó por la versión fílmica de Lo que el viento se llevó. Quiso ser un Clark Gable y, desde su pabellón de mando, observó las tribulaciones de su selección: Vivien Leigh en el papel de la Scarlett. El Chicharito fue derribado en el área. El penal se marcó y el central bosnio, Emir Spahic, zaguero del Montepellier en la liga gala, despotricó en un bosnio-croata-serbio muy colorido. Pero el tiro desde el manchón fue un bodrio por parte del chico sensación del Manchester. Javier Hernández no la creía y se abalanzó buscando un remate que, sin lograrlo, inexplicablemente (como muchos de sus goles) se coló al territorio balcánico.


El segundo balazo mexicano fue un obsequio que Pacheco rubricó bonito. Tras un despeje de Corona, el balón se embadurnó de viscosidad. Con dos yerros espantosos de la zaga eslava, el campo le quedó libre al chamaco del Atlas. Dos a cero, definitivo.

Diáspora, tribuna y falta de ropa
Dos migraciones distintas invadieron el graderío del coliseo georgiano. Bosnios y mexicanos han poblado las ciudades gringas huyendo de problemáticas vernáculas que son tan humanas como la diáspora planetaria. Naturalmente, en Atlanta tenían que quedar fragmentos y testimonios de diferentes éxodos. Los paisanos ya son un elemento imprescindible cuando El Tri juega en suelo gringo, eso se sabe. Pero los bosnios habían esperado mucho para ver a su selección.

Desde las chuladas de perfil eslavo que quitaron aliento en la tribuna, hasta las agallas del bosnio semidesnudo que irrumpió en la cancha agitando su trémula humanidad, es muy probable que la historia que se escribió en las entrañas del estadio fuera más atractiva que el primer partido amistoso del año. Mientras esos policías con sombreros de pedrada sometían al festivo balcánico de tendencias exhibicionistas, uno realmente espera que las gargantas estén bien lubricadas de cerveza para sobrellevar partidos de futbol que a veces escatiman en espectáculo. Se agradece el gesto. A las damas, claro.

Apuntes de conclusión
En el Domo de Georgia, el viento no se llevó nada. Y tampoco trajo mucho. La película de 90 minutos no fue una joya, pero tampoco asusta al aficionado. Es el comienzo de una era. Un nuevo mariscal que se va abriendo paso en su catálogo de jugadores y estrategias. Hay que tomarlo con tranquilidad, como el temple de Pablo Barrera mientras contemplaba el partido después de que lo arrolló un tren. La idea es sentarse, sobrarse ‘ahí’ y esperar a que se arme el mejor colectivo que, en el verano, defenderá el título de Copa Oro.
Por Bosnia, qué bueno que ha dejado de ser un proveedor de la antigua Yugoslavia. Una selección está escribiendo su historia. Ojalá que lleguen a la Eurocopa de Ucrania-Polonia.