miércoles, 30 de marzo de 2011

México y Venezuela: Apuntes sobre la California, unos vinos o los “claveles de pasión”



El último boceto se dibujó en la punta sur californiana. Las ecuaciones para diseñar al colectivo verde que defenderá la Copa Oro se trazaron en San Diego con la humedad del Pacífico y el fulgor de la West Coast gringa. En el terruño de la antigua misión de San Diego de Alcalá, las capuchas franciscanas dejaron de desfilar hace ya rato. Hoy se cobra en dólares y un estadio dedicado a las telecomunicaciones recibe hordas de paisanos. En el cruce de las interestatales 8 y 15, el Qualcomm Stadium se yergue para vigilar Mission Valley. Alrededor se mueve una masa poblacional cuyo 30 por ciento está dedicado al mosaico hispano. Cuando juega México, esas tierras de la Alta California se vuelven a mirar más pa’ acá que pa’ allá.

La cepa resistente
A diferencia de sus colegas subcontinentales, Venezuela no salió futbolera. La pelota caliente del beisbol y el contoneo de Miss Universo se han encargado de extraerle el oxígeno a los venezolanos. Por eso era de esperarse que el once inicial de El Chepo, sumado al imperiosito y catrín color negro con que Adidas vistió a la selección, fueran suficiente para espantar al rival. Y no. Resultó que la “Vinotinto” sacó una decentita añada. La cepa fue de carácter áspero y más sabia que astringente. Un tal César Farías (que en su casa a veces ni lo reconocen estratega formado en la liga doméstica) supo estudiar los embates mexicanos para neutralizar toda la ponzoña. El primer episodio se trató de golpes, patadas, choques, trancazos. Una onomatopeya al dolor. Destellos: un par de colmillazos de Rafa Márquez y el tobillo triste de Torrado.

Floritura y conjuro
En el segundo capítulo, De la Torre cambió las fórmulas. Vela y De Nigris propondrían una vocación ofensiva más venenosa. Había que romper el cinturón de la zaga bolivariana. Giovani se les coló al delta del Orinoco y, con la saña del mortero, elevó preciso para encontrar la testa de Aldo De Nigris. El ariete del Monterrey se estrenó en selección y las aguas del Maracaibo se aletargaron. Incluso la redención de Guillermo Ochoa iba adquiriendo peso con un par de atajadas cruciales. Contagiado por ese lapso de alegre voltaje, Giovani repartía dribles y florituras por todo el escenario. En su desesperación, el ‘5’ venezolano quiso parar en seco la efervescencia tenochca. Giacomo Di Giorgi bajó a Dos Santos a punta de leña. Ahí se pasmó todo. A pesar de la tarjeta amarilla, el mediocampista del Deportivo Anzoátegui se había salido con la suya.

Alma llanera
La maldición mariche ya había tomado la cancha del Qualcomm. Se manifestó con un plomazo que cimbró el lado este del arco de Ochoa. La bala, que raspó el larguero, provenía de la pierna de Yohandry Orozco, un mulato de 20 años que radica en el Wolfsburg de la Bundesliga, en la Baja Sajonia alemana. A partir de ahí, el centinela del marco mexicano no volvió a ser el mismo. El “Alma llanera” electrizó los pulmones venezolanos y metieron pierna “con claveles de pasión”. El ataque definitivo se hilvanó desde un córner. Pareció como si la superchería amazónica hubiera cosido la mala salida de Ochoa. Un tal Vizcarrondo, con todo y su metro y noventa centímetros, cazó el balón. ‘Salto del Ángel’ y empate. “Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador”.

Conclusiones
En el laboratorio de El Chepo, los ingredientes emiten humaredas y burbujeos. Queda poco por experimentar. Cuando el vapor se extinga, la lista definitiva será visible. Ay, Copa Oro. Aquí nos tocó jugar. 

domingo, 20 de marzo de 2011

La cocatriz


No te alegres tú, Filistea toda,
 por haberse roto la vara que te hería,
porque de la raza de la serpiente nacerá un basilisco,
y su fruto será un dragón volador.
“Oráculo contra Filistea”
Isaías 14, 29


Esa madrugada desmenuzaste a un niño de seis años. Salió por agua a la noria, con más sed que tú. Minutos antes sobrevolabas el río Anton y evadías tu reflejo en la cáscara del agua. Aterrizaste en la aldea de Wherwell. La villa dormía. Desconocían que tú, cocatriz, hija del basilisco y el áspid, iniciabas tus infames rondas nocturnas. Desmembraste carne con pico y garras. Depositaste fuego y veneno en ese niño. Regurgitaste cabellos, huesos y te internaste en el bosque. Ya no volaste lejos, ya eras latente. Tú y tu terror.

Después de tres ataques más: un leñador, una partera y una monja benedictina, se hizo oficial tu maldición. Trascendiste al sermón de la abadía y a las pesadillas infantiles. Toda tú, bípeda, con cabeza de gallo, cuerpo reptil y cola de pico. Asolaste la región.

Unas noches matabas con la boca, con las uñas. Otras, simplemente clavabas la mirada en algún desventurado para que cayera petrificado. Esas estatuas, efigies al pánico, amanecían heladas porque ni siquiera el sol las podía acariciar. Los guardias tenían que caminar con la vista baja y el oído atento: temían encontrar tu mirada asesina, la que hiela la sangre y transforma en piedra.

Cuatro lunas menguaron y se inflamaron. Fueron testigo de tu cosecha de coágulos y piedras. Las historias se esparcieron en muchas hogueras de la vieja Albión y tus crímenes fueron escuchados en el palacio de la reina virgen de Tudor. La caballería tardó un mes y ocho muertos en llegar. Te asustaste y, por tres días, calmaste tu sed con ciervos colorados. Revolvías la sangre con la tierra hasta formar lodo marrón. No podías saber de tu apariencia, de tu reflejo. Sería tu fin.

Alquimistas, soldados y clérigos confabularon contra ti. Te bajaron a punta de mosquete. Tu calabozo esperaba debajo del priorato de Wherwell. Lo tapizaron de espejos, y el respiradero iba a parar a un cajón donde cinco gallos afinaban su canto: tu otra debilidad según los hechiceros.

Con el primer quiquiriquí limaste la piedra con tus garras. Cerraste los ojos con fuerza. Fue el quinto canto el que te hizo abrirlos de dolor. Te esperaba tu último reflejo. Tu quejido final rechinó hasta la última piedra del monasterio y caíste inerte.

Tu cuerpo sigue allí. Hoy, en la punta de la iglesia de San Pedro en Wherwell, una veleta de tu figura se mueve con el frío vendaval de Hampshire. Quien pasa por ahí escucha las historias de ese legendario reptil alado de cabeza de gallo, que aterrorizó la aldea en tiempos de Isabel la primera. Pocos saben que tu cabeza y tus ojos aún funcionan.