domingo, 4 de diciembre de 2011

El cíclope

“[…] Yo mismo le vi devorar sus sangrientos miembros,
vi palpitar entre sus dientes las carnes tibias todavía”
Aqueménides a Eneas
Virgilio, Eneida

Aqueménides (o el soldado olvidado)

Su alma deambula en Catania, ebria de vinos rojos, no negros.
Y aunque la guarida del gigante despida podredumbres,
él se baña y se refresca en el Mediterráneo.

A veces lo escucha mascullar conjuros para Ulises
y maldiciones contra Acis.
Pero Aqueménides, el eterno soldado olvidado,
sorbe el jugo de las bayas,
tan cerca y tan lejos de la mirada volcánica de Polifemo, el cíclope.  

El Etna exhala azufre. Pero la brisa que rocía al puerto siciliano es buena,
y el vino más.
Aqueménides, náufrago a voluntad,
le canta a los cuernos de la luna.

El líquido y las hebras roídas de la cereza se pasean por la barba de Aqueménides.
No piensa en Ulises y su ligera distracción.
Tampoco en Eneas y la página que alguien se robó
–con el perdón.

Algunas veces el mar se agita y la cama de arena del náufrago tiembla.
Sueña con ese gigante antropófago de un solo ojo en la frente.
El que arranca entrañas de un tajo y las esparce por las rocas.
El que fulmina con alientos de pedacería humana,
con sangre y vinos negros.

Se levanta sobrecogido, pero va y se acurruca en el hombro de los dioses.

Luego lo regresan a su sitio y lo arropan con olivos.
Porque ahí está bien.
Cambió la armadura por unas telas
que sostiene con espinas de pescado.
La barba cubre su piel y, si algo comparte con Polifemo, es lo que Ovidio escribió:
“Dime, Galatea: ¿por qué prefieres a un jovenzuelo débil y lampiño?.

Ahora Aqueménides vigila la prisión del cíclope.
Ya no suenan cráneos que estallan en el suelo.
Ya no chorrean sesos.
Sólo algunas noches tristes y de poca luna
se escuchan los quejidos del gigante.
Se abre paso por el agua con su bastón de pino
y se limpia la herida de su ojo flamígero.
Sus dientes rechinan de dolor.

De lejos, Aqueménides lo observa y le tiembla el corazón.
A veces es asombro.
A veces conmiseración.

Mientras tanto el Etna duerme en silencio y, cuando palpita,
el náufrago sabe que Galatea -y sus caderas- están cerca.


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