Eran las cuatro de la tarde del 17 de junio de
1970. Un rezo tejido en náhuatl emergió del subsuelo de Coapa tras cinco siglos
de silencio hecho piedra. El “nido de culebras” estalló en mil efluvios de
ponzoña serpentina y la maldición se esparció por los laberintos de Tlalpan,
allá en las lindes de la antigua Tenochtitlán. El embrujo reptó y buscó un
recipiente: la Alemania Federal de Maier, Beckenbauer y Vogts saltaba a la
plancha del Estadio Azteca. Del otro lado se plantaba Italia, eran las
semifinales de México 70.
En el cine,
un Clark Gable tamaulipeco de apellido Garcés, echaba a andar sus
concupiscencias disfrazado detrás de un gazné morado en Modisto de señoras. Eran los días del último pataleo de Díaz Ordaz;
Luis Echeverría hacía campaña escoltado por Halcones (aunque él lo siga
negando); al monero Rius le ponían el revólver gubernamental en la cabeza; y El apando de Revueltas vociferaba
verdades. Pero como en la tele pasaban Silvia
y Enrique, y también Chabelo (que ya existía), no había riesgo. Lo que sí
había era Mundial.
Calcio
nuovo
A Italia a veces le da por alterar atavíos. Pero
en el Estadio Nacional de Varsovia los dos ejércitos se formaron con la misma
combinación de uniformes de hace 42 años. Die
Mannschaft a blanco, negro, blanco: sobria, pragmática. La Squadra en azul, blanco, azul: el
legendario azzurro de la Casa de
Saboya.
La
maquinaria germana se activó rápido. Pero sus dos rebotes en el área chica
agudizaron a una Italia que se defiende a dentelladas. “Avanti, bersaglieri che la vittoria é nostra”: prorrumpió el
ladrido que salió de las fauces de la lupa
capitolina allá en Roma. Y sí. Antonio Cassano, originario de Bari pero con
escuela romana, descolgó, pintó un Caravaggio con los pies y centró alto. Mario
Balotelli, ese siciliano de linaje ghanés, voló y la prendió con la frente.
Alemania
intentó reincorporarse con todo y fanfarria de Strauss, pero dos daños estaban
hechos: su soberbia y la inusitada reinvención que el calcio italiano fraguaba. Como extraída de los manuscritos de Da
Vinci, la estrategia italiana se pleantea, apenas, con la complejidad del Hombre de Vitruvio: un catenaccio
retráctil que, cerrado, aguijonea con las barridas míticas de Faccheti, Baresi
y Maldini; pero una vez abierta la bocaza de la ballena de Pinocho, los carabinieri salen expulsados con todo el
ímpetu imperial romano a velocidad Ferrari.
Las
extremidades pontificias de Gianliugi Buffon dibujaban Las tribulaciones del joven Werther en los rostros alemanes. Y
cuando el cancerbero toscano sonreía, teatral y sardónico como dirigido por
Fellini, Riccardo Montolivo lanzó un proyectil que incitó aún más la sonrisa de
su capitano. Balotelli recibió,
rompió líneas y acribilló. El segundo gol italiano resonó hasta el occidente
africano. A Manuel Neuer no lo calentaban ni las aguas del Golfo de Guinea. Lukas
Podolski no entendió la magnitud del conflicto y, solo, trastabilló con el balón.
El panorama alemán se antojaba tan sombrío como la “Tocata y fuga en Re menor”
de Bach.
Partita del Secolo o el
embrujo de la víbora pétrea: Dossier
Los antecedentes de un partido con esta carga
clásica no se pueden limitar a la Euro, donde sólo hay dos empates: 1 a 1 en
Düsseldorf (1988) y 0 a 0 en el Old Trafford (1996). Toca exhumar los archivos
de Copa del Mundo.
El 4 a 3 de
la semifinal en el Estadio Azteca está almacenado históricamente como “El
Partido del Siglo”. Si un día las civilizaciones extraterrestres desean
comprender al futbol, tendrán que apoltronarse a LEER ese partido de 120 minutos
y siete goles (cinco en la prórroga). Las imágenes de esa tarde pueblan la
pinacoteca futbolística: el cabestrillo punzante en el hombro dislocado de un
Beckenbauer que nunca pidió cambio; el gol definitivo de Gianni Rivera y su
grito hasta Piamonte; el silbatazo final que vio desplomarse a los veintidós en
el campo de batalla, hechos pedazos. No hubo festejos. Ganaron los 102,444 que
abarrotaron el graderío de Coapa y fueron testigos de la epopeya mundialista
por antonomasia. Era 1970 y Yoko Ono -en el argot diplomático- se consagraba como
“prurito desestabilizador” de los Beatles.
La euforia
de Marco Tardelli en un Santiago Bernabéu de 1982 con la Copa del Mundo en
brazos, como un hijo; Cannavaro y la Nazionale
al lomo para dejar tendida a la Alemania anfitriona de 2006 en Dortumund: son
episodios que completan los cascabeleos sobrecogedores que se narran con lengua
bífida de serpiente tenochca.
La
divina comedia
En el segundo capítulo, poco le iba a servir a
Joachim Löw, el hombre que rejuveneció a Die
Nationalelf, liberar del banquillo a un viejo lobo de origen polaco que se
llama Miroslav Klose, con todo y su desfilar por la Lazio romana. Buffon seguía
siendo un guardia etrusco y la Squadra
Azzurra era incisiva al frente. Pero perdonó. El cincel de Miguel Ángel
terminaba por romperle la nariz a la madonna
que tan bien iba esculpiendo. La ira de Buffon hacía efervescencia: un
derribado en su área y penal. A cobrar Mesut Özil, ese elemento de la diáspora
turco-serbo-croata que ha multiplicado el mosaico alemán. Pelota dentro: los
siguientes dos minutos serían un descenso al infierno para los tifosi que se arremolinaban en el
Panteón de Agripa. Tranquilos, que cuando se baja al averno con Virgilio, ¿qué
puede ir mal?.
El
silbatazo final le dio pauta al descorche de Nero d’Avola. La saga de Varsovia está
consumada y el mancillado Mercedes-Benz no entiende por dónde llegó la
embestida. Pero a pesar de La dolce vita que
burbujea por toda Italia, Buffon abandonó la cancha iracundo, hecho un demonio
que lanzaba flamígeros improperios a la noche varsoviana. “Molto contrariato. Infuriato” decía la transmisión de RAI. Al
capitán no le gustó nada cómo los azzurri
bajaron la guardia en el último suspiro.
Marlene
y Angela
El papel rosado de La Gazzetta dello Sport lanzó
su encabezado: “Strepitosa esibizione
degli azzurri che battono 2-1 la Germania. Domenica finale con la Spagna”. Habemus
final: Italia y España a romperse la armadura en Kiev. El continente vuelca la
mirada a la capital ucraniana, al mismo tiempo que Madrid y Roma paran en seco
a Berlín en plena urgencia económica de la Unión Europea. Rajoy y Monti hacen
cuentas y sudan frío, mientras que la férrea Angela Merkel los observa, negando
con la cabeza.
La indómita señora de Hamburgo quizá
concluye en que ‘afortunado en el juego, desafortunado en los dineros’. Luego
se retira a sus aposentos con vista al Reichstag. Se sirve una cerveza y su
sistema de audio comienza a emitir, con textura de vitrola, la escarpada voz de
Marlene Dietrich. La Wiezen espumea y
la rugosa “Lili Marleen” evoca al melancólico cigarrillo de la bella Marlene.
La canciller escucha con la mirada perdida. Luego la da un sorbo a su vaso y
esboza una sonrisa amplia, amplia.