Es la prisa con la que empieza un partido cuyos
veintidós hombres nacieron en un país de nombre diferente al que hoy defienden.
De la Unión Soviética a Checoslovaquia. El Trans-Siberiano que haría escala en
una estación de la vieja Bohemia. La urgencia diplomática y monetaria en una
Europa de 2012: de la Rusia federal a la República Checa, con boleto a Polonia.
Un embate futbolístico que inició tan vertiginoso como el flujo del río Odre,
cuando vierte su corriente en el Mar Báltico. El Estadio Municipal de Breslavia
abrió telón, allá en la Baja Silesia del oeste polaco, con un choque de la
generación Perestroika.
Lapsus
Originario de un poblado a noventa kilómetros de
Praga, Petr Cech es un guardameta de etiqueta londinense, bien conocido en el
club de los escaparates del barrio de Chelsea. Mientras vigilaba, pasmado, un
balón al poste, el tiempo se congeló. Con sus 21 años y una diestra diabólica,
Alan Dzagoev rompió la hechicería y fomentó el inverno ruso. Los niños del glasnot levantaron la mano. A partir de
ahí, el aparato checo corroboró que las huestes del Ejército Rojo ya corrían
libres por la cancha del Stadion Miejski. Con la precisión secuencial de las
primeras notas del “Preludio en Do sostenido menor” de Rachmaninoff, los rusos
trazaron la siguiente ofensiva. Tras un ataque quirúrgico, Roman Shirokov
rubricó el segundo. República Checa observó su triste reflejo en las aguas
turbias del Moldava. Cuando más falta les hacía reordenar filas, un ‘diez’
oriundo de Leningrado y de apellido Arshavin deambulaba por sus líneas con un
perfil donde se materializaba Iván el Terrible.
De
médula eslava: dossier
Poco antes de la Euro francesa de 1960, Khrushchev
bajaba espías de la CIA que sobrevolaban el cielo soviético ante la mirada de
los Sputnik y los Vostok. Acto seguido, Eisenhower se negaba a pedirle
disculpas en la reunión bilateral de París. Días después y más al sur, en el
puerto de Marsella, la URSS de Lev Yashin, arácnido moscovita de armadura
negra, eliminaba a Checoslovaquia en semifinales. A la postre serían campeones
en el Parque de los Príncipes ante Yugoslavia.
Otra
versión de este capítulo se escribiría más tarde, ya con el Muro de Berlín
hecho polvo. En la Euro del 96, la República Checa de Kouba y Poborsky le
extrajo un trepidante 3 a 3 a Rusia en el Anfield de Liverpool durante la fase
de grupos. Los checos avanzarían hasta la final, donde un gol de oro de
Bierhoff en Wembley haría campeona a Alemania. Ahí los germanos vengaron la
gesta de la Euro 1976, cuando Checoslovaquia humilló a la Alemania Federal de
Franz Beckenbauer, Sepp Maier y Berti Vogts con aquel mítico –e influyente-
penal decisivo de Panenka en Belgrado.
Ballet
subversivo en el Kremlin
Para el segundo episodio, la resistencia checa
logró capitalizar. Václav Pilar se filtró a la explanada del Kremlin y le
rompió un vitral a la catedral de San Basilio. Rebelión: el panfleto subversivo
se blandía en Breslavia como un guiño de la Primavera de Praga en el 68. La bella durmiente al valseo de
Tchaikovsky se alelaba con la floritura de Nureyev que terminaba en esguince.
Aleksandr Kerzhakov se cansó de errar y Rusia vivía su peor momento en plena
insurrección.
El mariscal
de la selección rusa, Dick Advocaat, un holandés discípulo del general Rinus
Michels (genio detrás de la Naranja Mecánica de los setenta) sacó un soldado de
la chistera. La matrioska se desenroscó para sacar a Kerzhakov con todo y sus
yerros. Entró a la cancha un conocido de la Euro pasada: Roman Pavlyuchenko. Su
mancuerna con Arshavin fluye con la soltura del ballet Kirov encarnado en el
equilibrio de Baryshnikov. A pase del recién ingresado, Dzagoev clavó uno más.
El cuarto gol ya fue un lujo: seguido de cerca por Arshavin, Pavlyuchenko pintó
un Chagall en el césped y acribilló al ángulo. La postal es una regresión a
Suiza – Austria 2008, pero la reserva ha madurado.
“Cristales
de Bohemia” o “Perdón por la tristeza”
En Breslavia, con la saña de las Guerras
Napoleónicas, Rusia arrasó. De Moscú a San Petesburgo, el cuarto vodka destiló
carcajadas. En Praga, el “Concierto para chelo en Si menor” de Antonín Dvorák
sonó espeso y hasta triste. Esta noche, las muñecas rusas, con su mirada azul
de madera, son las muñecas checas. Con esos ojos eslavos observan a su viejo
perdido en las burbujas de esa cerveza tibia.
“Ay,
Praga, Praga… Praga,
donde el
amor naufraga en un acordeón.
Ay,
Praga, darling, Praga,
los
condenados pagan cara su redención”.
Joaquín Sabina, “Cristales de Bohemia”
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